jueves, 20 de agosto de 2015

Anorexia

Una paloma gruesa y gris picotea
una horma de pan duro que alguien tiró
en la punta de una reja construida
para disciplinar el aluvión peatonal.

La horma es dos veces más grande
que la paloma. Dos veces o tal vez tres.
Es posible que una fórmula que contenga
integrales dobles,
una S tironeada
de cada punta del trazo
con números chiquitos
como índices
pueda calcular
el volúmen de la horma de pan
el volúmen de la paloma
la relación entre ambos volúmenes.

No sé. Ya no me acuerdo para qué sirven
las integrales dobles.
Apenas me acuerdo de la impresión estética
de las fórmulas tiradas como pájaros
en procesión
en las hojas cuadriculadas de un cuaderno
de tapa blanda.

La matemática siempre me pareció hermosa.

El muñequito blanco que camina en el semáforo
activa el cruce peatonal.
La paloma insiste, avanza milímetros
descarnados
indiferentes
mecánica de la especie
que abre camino y entra en el botín glorioso
hecho de agua, harina, levadura y sal.

Mi cuerpo late.

A veces siento que tengo todo el hambre
del mundo.
A veces siento que podría entrar en una
gran esfera de pan
que triplique mi tamaño y lanzarme a la

dramática tarea de devorarla.

domingo, 19 de octubre de 2014

Llorar por estas cosas

-¿Ves? Esto es la edad. Llorar por estas cosas -Guille giró apenas la cabeza para decirlo y siguió aplaudiendo la entrada de las bandejas de ravioles.

Unos minutos antes, la voz de un animador había anunciado: ¡Se larga la primera tanda! Entonces nueve señoras vestidas con delantales blancos que tenían en la pechera un racimo de nísperos amarillos pintados a mano, habían salido del fondo, medio desfilando medio bailando al ritmo de una chacarera que empezó a sonar a todo volumen, zarandeando bandejas de ravioles con tuco. Entre las nueve señoras iban mi mamá, la mamá de Guille y la mamá de Juan Pablo. Con Guille somos amigas desde la salita de tres y con Juan Pablo apenas hubo una admiración platónica de mi parte que él supo dejar pasar.

-Lo que pasa es que el folklore me hace emocionar –dije mientras me secaba los ojos con una servilleta de papel que tuve que abollar para ocultar los manchones negros que quedaron calcados en el papel absorbente; un pegote mezcla de rímel y de ojitos de Jerusalem, restos de la noche anterior.

Era cierto. Con el folklore me pasa eso. Suena y es como si me apretaran un botón disparador de lágrimas. Igual que con algunas canciones de Serrat. Esos locos bajitos se nos parecen es llanto automático, aunque se volvió algo tan mecánico que ya no tiene emoción.

-Por eso. Es la edad. Tenemos 40 –dijo Guille otra vez. No me miró para hablar. Estaba concentrada en pasar los platos de ravioles que la mamá empezaba a servir.

Le dije que sí pero no estaba tan convencida. Soy llorona. Lloro por todo. Además, los rituales están hechos para llorar, o, si no para llorar, por lo menos para emocionarse. Y la raviolada a beneficio del hogar de ancianos de Lobos definitivamente era un ritual. Vi personas, familias enteras, que no veía desde hacía mucho tiempo. Mamá me presentó a sus compañeras de la Comisión Directiva del hogar como su hija del medio, la que no vive acá; no se acuerdan tanto de ella porque hace mucho que no la ven. Estaba contenta de poder compartir eso conmigo. A mí también me puso contenta. Ella y sus compañeras revoloteaban nerviosas entre la cocina y las mesas. Iban y venían con bandejas, paneras, botellas de vino tinto, agua mineral y Shweppes de pomelo. Querían que todo saliera perfecto. Era la primera vez que hacían la raviolada en el Club Madreselva y eso les generaba una dosis de nerviosismo extra. Además, afuera diluviaba y caían gotones de lluvia sobre el papel de estraza que forraba los tablones que hacían de mesas.

Mamá siempre hace cosas a beneficio para el hogar pero yo nunca le presté demasiada atención. Estoy acostumbrada a ver a mi mamá en actitud de dar. Está en su naturaleza. Cuando era soltera cuidaba a los hijos de un amigo que había enviudado muy joven. Eran dos nenas y un varón, Cuando yo era chica solía escuchar cuentos sobre ellos pero me costaba integrarlos a la vida de mamá, me costaba imaginarle una vida antes de ser mi mamá. Como mucho podía extenderme al nacimiento de mi hermana o al álbum de fotos de cuando se casó con mi papá que mi hermana y yo mirábamos a escondidas cuando queríamos ver a nuestros padres juntos, como si pudiéramos absorber las moléculas de esa antigua unión, de ese antiguo rol de madre acompañada por un hombre. Tomé conciencia de lo importante que había sido mamá para los hijos de su amigo viudo el día que el varón se iba a casar. Había elegido para casarse el día que mi hermana festejaba sus 15. Esa tarde fue a mi casa. Quería convencerla de que fuera testigo de la iglesia.

-Pero Babi, ¿cómo podés decirme que no? Te necesito ahí.
-Ya te expliqué. Es el cumpleaños de María. Tengo que estar con ella.
-Pero vos también sos una mamá para mí, Babi. Te estoy pidiendo por favor.

Me costó entender que Babi y mamá eran la misma persona, aunque ya sabía que ellos la llamaban así. Nunca supe qué pasó ahí. Por qué hicieron coincidir los dos eventos. Quién se descuidó. Quién puso a prueba a quién. Pero siempre pensé que fue cosa de él. Yo no podía creer en su planteo. Tenía la oreja pegada a la puerta que comunicaba la cocina con el living para poder escuchar. Él era hermoso y tenía la voz dulce. Siempre me había parecido irresistible pero en ese momento pensé que era un desubicado. ¿Cómo podía pedirle a mamá que llegara tarde a la fiesta de 15 de mi hermana? Tenía ganas de abrir la puerta y decirle que se fuera y que la dejara tranquila. Me dio pena mamá; tenía la voz llena de culpa y hablaba con lágrimas. Yo nunca la había visto llorar. Cuando fui más grande me contó que no había aprobado ese casamiento porque él no estaba enamorado; se había casado por obligación, presionado porque la novia estaba embarazada. Tal vez tuvo razón. Él sigue casado pero tiene fama de mujeriego y se dice que sembró varios hijos por ahí además de los que tuvo con la mujer. No sé qué habría pasado si no se hubiera casado con ella. Tal vez hubiera tenido una vida parecida pero con otra. Quién puede saberlo.

Mamá también cuidó a sus tíos solteros cuando se hicieron viejos y necesitaron de la ayuda que en general viene de los hijos. Sobre todo cuidó a su único tío varón. Tenía un nombre largo pero le decían Tato. Tato Cavalli. Era Doctor en Ciencias Económicas, pescador y criador de pájaros. Tenía ojos claros como mi abuela, como los cuatro hermanos Cavalli, y un bigote espeso que se iba poniendo cada vez más gris. Era muy alto. Escuché varios cuentos de excursiones de pesca en Corrientes donde mamá iba de invitada de honor. Le decía Vasca a ella; igual que los primos y algunos amigos de cuando era joven. Todavía era soltera y siempre cuenta que estar en el río con su tío Tato le daba paz. Tato pasaba por casa de vez en cuando. Se sentaba en el borde de la silla y a mí me costaba entender cómo era capaz de mantener el equilibrio sentado en esa posición. Decía Vasca esto, Vasca lo otro. Hablaban del campo de Zapiola; de impuestos que había que pagar y de alambrados que había que arreglar. Fumaba en pipa y tenía la ropa impregnada de olor a tabaco dulzón. Algunos sábados a la mañana, cuando acompañaba a mi abuela a comprar medias y pañuelos a la tienda La Gallega, lo veíamos sentado en su mesa de La Familia tomando café o Gancia. Lo saludábamos con la mano desde la ventana pero no entrábamos porque mi abuela decía que era un bar de hombres. A mí me daban ganas de que fuera más cariñoso para poder usarlo de abuelo porque no había conocido a ninguno de los dos, pero la verdad es que le tenía miedo. Cuando era chica, casi todos los hombres me daban miedo. Mi hermano, en cambio, se hizo pescador con él y aprendió los nombres de cada habitante de sus dos pajareras enormes. Lo visitaba todos los sábados; primero iba con mamá y después empezó a ir solo. Cuando Tato se enfermó, dejaba que lo cuide solamente mi mamá. Algunos años antes, mi abuela había hecho lo mismo.

A mi tía, la hermana menor de mamá, también la cuidó. Podría decirse que la vocación empezó con ella. Mamá tenía 12 años cuando mi tía nació y mi abuela le cedió el lugar de madre. La llevaba a su aula cuando lloraba en la salita de jardín, le cepillaba el pelo todas las noches antes de dormir y le cocinaba caramelos de azúcar quemada. Cuando estaba de novia con papá, la llevaba de paseo a Buenos Aires y a Mar del Plata. En Buenos Aires iban al Harrod’s de la calle Florida y mamá le compraba guantes y cadenitas. En Mar del Plata iban a comer al puerto. Siempre cuenta la vez que la maquilló y le prestó zapatos altos para que la dejaran entrar al casino con ella y con papá. Ahora las dos son madres y abuelas, pero mamá la sigue llamando todos los días para saber si necesita algo y mi tía aprovecha para contarle la última gracia de su nieta. A veces compiten para ver quién tiene el nieto más gracioso.

Mamá es maestra. Ya se jubiló pero sigue siendo maestra. De su carrera docente hay muchas historias. No podría contarlas a todas. Sólo sé que en Lobos, Olga Gorriño es una institución. Fue maestra o directora o inspectora o asesora de casi todo el pueblo. Cuando mi hermana y yo éramos chicas y mi hermano bebé, trabajaba en una escuela de campo. Viajaba todos los días en un Falcon rojo de techo negro. Manejaba ella y llevaba a otra maestra y a un alumno que vivía en el pueblo pero como se había quedado sin cupo, ella le había conseguido un lugar ahí. Los padres de los alumnos la trataban como si fuera parte de sus familias. Decían que le querían agradecer cómo trataba de bien a sus hijos, cómo los cuidaba, cuánto les enseñaba. Entonces nos invitaban a pasar domingos enteros en el campo. Mis hermanos y yo entrábamos en el combo por añadidura. Mamá siempre llevaba un bizcochuelo de vainilla relleno con dulce de leche y cubierto con chocolate y grana multicolor.

Ahora le cocina a los nietos, igual que nos cocinaba mi abuela. A veces la miro y reconozco algunos gestos. El único parecido físico que tienen es el metro setenta de estatura. Tampoco se parecen en el carácter. Pero cuando la veo cortar papas sobre la tabla de madera en la cocina, o dormitar sentada en el sillón del living con el tejido entre las manos y el zumbido uniforme del televisor, o sentarse contra la ventana a mirar los autos que pasan con algún nieto a upa, o jugar al chin-chón para entretener a otro nieto, o colgar la ropa recién lavada en la cuerda del patio para que se seque al sol, es como si estuviera viendo a mi abuela. Como si apretara el botón de refresh sobre los recuerdos de mi infancia y el resultado fueran estas nuevas imágenes, iguales pero renovadas.

Es posible que Guille tenga razón. Que todo esto sea cosa de la edad, del paso del tiempo. Tal vez fue eso lo que me hizo llorar cuando sonó la chacarera. O tal vez fue la conciencia de la capacidad de dar de mi mamá. A sus padres, a sus tíos, a sus alumnos, a sus compañeros de trabajo, a los viejos del hogar, a los hijos de su amigo viudo, a sus hijos, a sus hermanos, a sus sobrinos, a sus nietos. A todos. O la conciencia de mi incapacidad de recibir, muchas veces, su forma de dar. La colección de platos que rechacé y que rechazo desde que mi abuela no pudo cocinarnos más. Eso pasó hace mucho. No, gracias, no tengo hambre. La boca cerrada. La voluntad inquebrantable. No quiero que me des, mamá. No voy a comer más. Entonces la chacarera, los aplausos, las bandejas, los platos, la comida, los ojos a punto de explotar. Comer es dar y recibir. Hasta Cristo se da en forma de comida.

Los psicoanalistas parecen coincidir en que la anorexia de la hija mujer tiene que ver con la madre. Mi primera psicóloga me dijo que seguramente mi madre había sufrido anorexia y tuvo razón. Fue una anorexia distinta de la mía. Sin intención. Se deprimió cuando su padre se murió y el mío la engañó, todo a la vez, conmigo en la panza. Entonces dejó de sentir deseos de comer. A mí me costaba asociar una cosa con la otra. Para mí la anorexia siempre fue cosa mía. La única cosa que podía distinguir como propia. Hace algunos años, medio cansada del psicoanálisis pero sin la determinación suficiente para dejarlo, consulté a un terapeuta alternativo. Le hacía preguntas al universo apoyando las yemas de sus dedos en mis muñecas y leía las respuestas a través de un libro viejo. En otro momento de la consulta hacía sonar un cuenco tibetano y me pedía que piense en colores. Amarillo. Verde. Violeta. Me hacía reconstruir escenas traumáticas y culminarlas en un abrazo. Quería ayudarme a perdonar. Cuando terminó me dijo algunas cosas que ya sabía y otras que no. Volví dos o tres veces. La última vez me habló de un pacto de soledad. Algo que yo había hecho conmigo para mantenerme unida a mamá. Tu manera de estar cerca de tu mamá es parecerte a ella. Por eso estás sola. Por eso sos una mujer que se desenvuelve bien pero sola, igual que ella. Es posible. En ese momento me sonó bastante razonable pero no estaba lista para ese tipo de experiencias multisensoriales. Entonces volví al diván un tiempo más.

El año pasado mamá y yo hablamos de algunas cosas. Ella había venido a Buenos Aires a pasear. Caminamos por Recoleta, miramos vidrieras y compramos unos zapatos que le regalé por el día de la madre. Después vinimos a casa a tomar el te. Yo había estado tratando de escribir un texto sobre ella pero no se lo dije. Se dio una charla diferente, como si el hecho de estar en mi casa de Buenos Aires y no en la de Lobos hiciera fluir las palabras por otro riel. Le pregunté si se había vuelto a enamorar, si había tenido propuestas. Me dijo no a lo primero y sí a lo segundo. Propuestas tuve pero no quise. El amor me salió mal y sufrí mucho como para volver a probar. Me retiré. Pero estoy contenta con la vida que tuve. Trabajé de lo que me gustaba. Me dediqué a ustedes y no me equivoqué. Fue lo que quise hacer. Están bien los tres. Vos ahora también estás bien. Tengo a mis nietos, a mis hermanos, a mis sobrinos. Vivo donde quiero vivir. Lo único que lamento es haber extrañado tanto a mi papá, que se haya ido tan joven. Yo le dije que hacía poco había leído un texto de Fogwill, un autorretrato donde decía que todos los días extrañaba a sus padres, que cuanto más viejo se ponía, más los extrañaba. Mamá coincidió con un gesto de los ojos propio de ella. Tiene los ojos un poco árabes.

Después de los ravioles vinieron los helados y el show de folklore en vivo. Mamá se me acercó para pedirme que sacara fotos. Saqué algunas. A las mesas, a la banda, a los premios del sorteo que se iba a hacer después. Cuando terminé me acerqué a la cocina y les pedí a las nueve señoras que posaran para una foto. Se pusieron en fila contra la barra del club Madreselva. Abrazadas y sonrientes; luciendo orgullosas los delantales blancos que tenían en la pechera un racimo de nísperos amarillos pintados a mano.





miércoles, 16 de julio de 2014

Consejos para mirar el mundial

FASE DE GRUPOS


Previa

Vas a estar alejada del fútbol porque el fútbol no te interesa. No vas a conocer los nombres de más de la mitad de los jugadores, a menos que hayan jugado en el mundial anterior o que se hayan destacado en algún escándalo digno de Intrusos a causa de sus relaciones amorosas con chicas mediáticas. Ni siquiera te vas a preguntar cómo fue que te desentendiste tanto de la selección nacional, por qué no viste las eliminatorias, en qué momento te volviste tan ausente. Igual, para tomar contacto, vas a hacer una torta de chocolate con decoración de confites celestes y blancos para tus sobrinos y para los hijos de tus amigas. 


Primer partido

No vas a ver completo el primer partido, vas a seguir el primer tiempo por Twitter y el segundo por televisión. Una muestra chiquita de nervios, como un recuerdo que se desentumece, te va a empezar a pinchar la zona abdominal. Argentina va a ganar con un gol de un desconocido y un gol del mejor jugador del mundo. El mejor. Vas a sentir alivio cuando el mejor marque su gol, porque sos compasiva, querés que el chico se quite un poco de presión, el chico tiene toda la presión del mundo encima. El cantito de cancha típico, el alentador, el vamos, vamos, habrá perdido protagonismo, reemplazado por otro mucho más bardero, tirado en contra del rival histórico. Te va a gustar porque va a ser muy contagioso, basado en una canción muy popular de rock norteamericano, pero no te vas a subir a la euforia de cantarla hasta mucho después. Como lectura mundialista vas a elegir crónicas literarias, vas a pensar que las columnas de periodistas deportivos son demasiado formales, aburridas. Antes del segundo partido de Argentina vas a ver eliminado por goleada al último campeón, te va a dar un poco de pena por los jugadores, nada más. 


Segundo partido

El segundo partido lo vas a ver entero, sola, en tu casa, en compañía de tu computadora. Te vas a indignar con el abuso de sarcasmo y mala leche de las estrellas de Twitter que se creen que la ironía es un gran valor. Vas a dejar de seguir a unos cuantos. Las redes sociales, los comentaristas de la transmisión y los periodistas deportivos mostrarán un gran consenso sobre la mala actuación del equipo y del entrenador, por momentos más del equipo, por momentos más del entrenador. Lo de siempre. Vas a necesitar contrarrestrar la pelota de mala onda expansiva de críticas que considerarás destructivas y vas a opinar de fútbol en las redes, sí, creeme, lo vas a hacer. Argentina va a ganar en el último minuto con un gol del mejor jugador del mundo. Otra vez vas a ser feliz por él, por la cuota de presión que descargó después de un cero a cero que parecía impenetrable. Vas a empezar a escuchar a Juan Pablo Varsky con más atención. Para matar el tiempo hasta el tercer partido, vas a mirar partidos de otras selecciones: Inglaterra, Italia, Estados Unidos, Corea del Sur, Portugal, México, cualquiera te va a venir bien. Vas a empezar a familiarizarte con conceptos que habías olvidado: Man of the Match, Zona mixta, Tiro desde el punto penal (no penal, a secas) o Terna arbitral.


Tercer partido

Vas a seguir la rutina y al tercer partido también lo vas a ver sola, en tu casa, en compañía de tu computadora. Argentina va a arrancar ganando con otro gol del mejor del mundo. Las redes sociales y los comentaristas de la transmisión le van a dar tregua a la mala onda porque lo único que les va a gustar es que el equipo sea ofensivo. Algunos llegarán a adjudicarse como propios los cambios planteados por el entrenador, “Entendió lo que todos pedimos, lo que es mejor para el equipo”, van a decir. Por un rato, el partido va a ser una ida y vuelta de gol, empate, gol, empate, gol. El segundo gol de Argentina también será del mejor del mundo. No vas a ser capaz de darte cuenta de que es diferente, de que es, justamente, el mejor, porque se va a mover como pez en el agua, para vos van a ser movimientos fluidos, naturales, sin ostentaciones, como son todas las cosas cuando están bien hechas. El tercer gol será del desconocido del primer gol del primer partido, que, para esa altura, ya habrá dejado de ser tan desconocido. Vas a estar contenta, completamente instalada en la fiesta mundialista. Argentina será primera del grupo. El rumor colectivo de detractores va a decir que Argentina tuvo el grupo más fácil de la copa, que le tocó jugar con los peores y no pudo golear a ninguno. La sed de goles los va a tener a mal traer. De este partido saldrá un sex-symbol morocho, de pasado estético dudoso y con muchos tatuajes en el cuerpo. Vas a gustar un poco de él, sobre todo por su desfachatez. Vas a conocer la palabra “meme”. Si no la recordás, refiere a las fotos y videos trucados destinados a divertir, son chistes. El jugador sex-symbol va a protagonizar unos cuantos, incluso se va a atrever a tirarle dos chorritos de agua a la cara del entrenador. Esto no lo dije antes: el entrenador va a ser serio y de perfil bajo. Eso te va a gustar. No te gustan los mandaparte.


OCTAVOS

Vas a sufrir. Los nervios van a pasar de muestras punzantes en la zona abdominal a contracciones de verdad. Como cada vez que se te juegan cosas importantes, vas a revivir la sensación de miedo que te descompensaba los fluidos antes de cada partido de Pelota al cesto de las Gimnasiadas de secundaria, cuando eras atacante y tu función era embocar la pelota todo lo que pudieras, confundir a las marcas, estar atenta a los rebotes y ejecutar los saltos que ganabas por alta. Otra vez vas a ver el partido sola, en tu casa, en compañía de tu computadora. No vas a ser la excepción en eso, como todos, vas a necesitar aferrarte a pequeños rituales. Como no vas a tener camiseta celeste y blanca ni gorro o vincha, te vas a pinchar la escarapela en el pullover. Va a ser un partido duro, “cerrado” dirán los expertos, “horrible” dirá el rumor colectivo de detractores. Va a haber alargue (¿te acordás de eso?, dos tiempos suplementarios de 15 minutos cada uno). No lo vas a mirar. No vas a dar más. Vas a cambiar de canal para intentar distraerte con informes acerca de la evolución de algunos participantes del concurso de baile más famoso de la televisión. Un grito de gol te va a cortar el sufrimiento cuando falten sólo dos minutos para que termine el partido. Vas a volver a sintonizar para ver la repetición. Va a ser así: el mejor jugador del mundo le va a pasar la pelota de manera verdaderamente formidable a un jugador de nombre bíblico, muy reconocido por su rendimiento futbolístico y por su cara fea (a vos no te va a parecer tan feo). Y esta parte va a ser hermosa: el autor del gol va a correr mirando hacia la tribuna con las manos dispuestas en forma de corazón; sé que te va a encantar eso. Tomá nota, esto es importante: a partir de esta instancia vas a necesitar, cada vez con más frecuencia, buscar el canal histórico de los torneos y competencias para revivir el triunfo, escuchar las conferencias de prensa y otras cosas por el estilo. Vas a seguir leyendo las crónicas literarias mundialistas pero no te van alcanzar, estarás ávida de más, entonces vas a empezar a recurrir a columnas de especialistas en canchallena.com que, en pocos días, se habrá convertido en el sitio más visitado de tu historial de Google Chrome. Sí, canchallena.com. Vas a mirar casi todos los partidos de octavos, te lo tengo que decir. Escuchar a Juan Pablo Varsky cada mañana se va a convertir en una obligación. Lo vas a sentir afónico y esperanzado. Entredormida, con su voz de fondo, vas a soñar que te pusiste de novia con él.


CUARTOS

El día del partido de cuartos te vas a despertar con un coro de sonidos de whatsapp. Tus amigas de secundaria van a armar un grupo al que denominarán Costa Esperanza en honor al nombre de una tira adolescente sobre un grupo muy grande de amigos. Tu grupo va a tener catorce miembros. Van a decir que quieren que comenten juntas el partido como si estuvieran otra vez en Italia ’90. Va a sonar de manera intermitente con muchos comentarios no referidos al mundial, y, eso sí, fotos de las previas con todos los hijitos preciosos decorados de celeste y blanco. Cuando empiece el partido vas a sentir que las querés mucho pero que necesitás silenciar el grupo porque no podés seguir el hilo de las conversaciones cruzadas. Cada tanto, muy cada tanto, vas a intervenir con algún emoticón para que sepan que estás viva y que seguís formando parte de Costa Esperanza. Una vez más te vas a sentar frente al televisor con tu computadora sobre las piernas y la escarapela pinchada en el pullover; esta vez con bastante anticipación para empaparte bien de la previa televisada. Vas a twittear que estás sufriendo mucho, muchísimo. Vas a escribir, incluso, que no tenés recursos psicológicos para soportar el partido de cuartos, sobre todo porque, según vas a escuchar, este será el partido decisivo. Vos no te vas a acordar así, de manera indeleble como los fanáticos de verdad, que Argentina llevará más de veinte años sin superar el partido de cuartos, pero a partir de ese día la cifra se quedará instalada en el ambiente como la marca de hierro caliente en el culo de las vacas. Argentina va a arrancar ganando con un gol del jugador número 9. Un goleador marcará su primer gol de la copa en el quinto partido y el rumor colectivo de detractores va a decir que por fin, que ya era hora, que el culo le pesa y otras cosas así. En la jugada van a participar el mejor del mundo y el jugador que festejó el gol del partido anterior con sus manos dispuestas en forma de corazón. Este partido le va a costar una lesión, va a dejar la cancha llorando, vos también vas a llorar. No vas a poder terminar de mirar porque, otra vez, no vas a dar más. Vas a seguir el final por Twitter. Argentina va a ganar el partido de cuartos por primera vez en más de veinte años, la cifra fatal, la marca superada. Vas a volver a sintonizar para ver la escena. Va a ser así: los jugadores, por primera vez en la copa, van a festejar con los hinchas, van a cantar la canción contagiosa que bardea al rival histórico, van a llorar, van a saltar, van a revolear las camisetas, se van a desahogar, todos, el mejor del mundo también se va a desahogar y vos vas a estar feliz por él otra vez, porque va a descargar otra cuota de presión en ese festejo. Te vas a emocionar. Vas a hablar de fútbol con otras personas, con el encargado de tu edificio, con tu psicólogo, con uno de tus clientes. Sí, creeme, lo vas a hacer. Te vas a quedar pegada al canal de los torneos y competencias hasta que termine el mundial. A partir de este partido, el rumor colectivo de detractores va a insistir con la teoría de que el mejor del mundo no aparece, le van a tirar gerundios como “palideciendo” o “desluciendo”, y todos los elogios van a ir a parar al número 14 al que bautizarán como León, o Jefe, o Capitán sin cinta. Vas a dejar de escribir. Vas a dejar de trabajar. Pero te vas a perdonar la improductividad porque Argentina va a estar entre los cuatro mejores del mundo. 


SEMIFINAL

La primera semifinal la jugará el rival histórico de Argentina contra un equipo que va a salir a la cancha con ánimo de matar. El rival histórico va a perder por una goleada también histórica. La pelota va a entrar en el arco muchas veces en muy pocos minutos mientras la cámara muestre a los hinchas desconsolados, desconcertados. Te vas a conmover, a vos no te gusta ver gente llorar. Los jugadores van a querer irse rápido de la cancha para no seguir recibiendo goles y la horda fanática de argentinos va a multiplicar orgasmos de 140 caracteres por la humillación del rival histórico. Vos te vas a indignar otra vez. Vas a decir que no te gustan las burlas y las burlas te las vas a comer vos.
Al otro día, vas a ver la semifinal de Argentina con algunas amigas en la casa de una de ellas. Te va a costar la decisión de salir de tu bunker. Vas a estar muy acostumbrada a sufrir los partidos en soledad, a ser libre para cambiar de canal o para poner música fuerte cuando los nervios no te dejen mirar más. Pero después vas a entregarte al ritual de compartir la experiencia con personas, no con redes sociales. Vas a llegar a ese momento con mucha esperanza, habiendo rescatado de tu memoria algunas imágenes de México ’86. No muchas, no vas a querer envalentonarte, vas a ser cauta, vas a querer ir partido a partido, igualito que el entrenador de la selección. Del partido vas a ver sólo cinco minutos. No vas a soportar la tensión del cero a cero infinito. Eso sí, lo vas a escuchar con el bebé de tu amiga en brazos jugando a hacer morisquetas frente al espejo y diciéndole al oído que no se asuste cuando todos griten gol. Vas a confiar. Vas a tener algunos momentos de respiro: cuatro descansos entre tiempo y tiempo de juego, antes de los penales. En cada uno de esos descansos, el pulmón de manzana de Barrio Norte se va a llenar de música de trompetas. Vas a soltar al bebé y vas a salir a ver la escena increíble. Va a ser así: dos chicos trompetistas van a tocar primero el himno nacional, después el himno bardero del mundial, después el himno clásico alentador vamos vamos y al final el cantito del sentimiento nacional que no puede parar. Los otros balcones de todo el pulmón se van a poblar de a poquito en el primer descanso, en los otros van a salir todos a la vez, como un gran ritual colectivo. Van a cantar, a golpear cacerolas, a revolear banderas. Vas a cantar vos también el himno bardero porque ya no te va a importar más alentar a tu equipo criticando a los demás. Te vas a rendir, vas a querer formar parte de todo eso. A los penales te los vas a bancar, abrazada en media luna con todas tus amigas. Vas a gritar los cuatro goles de Argentina y las dos atajadas de tu arquero gigante vestido de amarillo. El bebé de tu amiga va llorar de susto con cada grito. Al final, el concierto de trompetas va a estallar por última vez. Te vas a enamorar de ese momento y vas a soñar con Argentina campeón.


FINAL

Acá sí vas a soltar la cautela. Vas a repasar en tu mente todas las escenas que recordás de la final de México ’86. La casa de Enrique con tus primos, el living grande con olor a madera y a blem, las facturas de Vilano, el doverman corriendo frenético y rascando los vidrios del ventanal grande absorbiendo la adrenalina del ambiente, el empate del segundo gol de Alemania, Adriana confinada a la cocina con el título de mufa, el festejo del gol de Burruchaga, las vueltas en el centro todos trepados en la chata de Mariano, las bocinas, el papel picado, el trabajo del colegio que hiciste con Mariela, ese que encarpetaron en tapas de cartulina recortadas con la forma de México. ¿Sabés qué te va a pasar? Vas a recuperar una sensación, un significado, pero no vas a poder describirlo. Ojo, esto no te va a pasar solamente a vos. Va a crecer y se va a desparramar con la velocidad de un virus. Los creativos de las redes van a lanzar al espacio cibernético un sinnúmero de compilados emotivos que vas a mirar con avidez y lágrimas. Te vas a detener especialmente en uno que va a mostrar una edición hermosa de coincidencias entre México ’86 y los partidos de este mundial con la voz de Gustavo Cerati cantando lo que vos y todos van a querer escuchar: Similitudes que soñás / lugares que no existen vuelves a pasar / vuelve la misma sensación / esta canción ya se escribió / cerca del final / sólo falta un paso más / siento un deja vu / deja vu. El canal de los torneos y competencias va a ser tu música de fondo, de día y de noche, durante los tres insomnios que vas a tener que atravesar, muerta de ansiedad. Vas a leer todos los links que tengan que ver con el último partido. El rumor colectivo de detractores va a poner pausa por unos días, hasta te va a parecer que se transformó en esperanza y súplica y pedidos de perdón. Eso sí, todavía van a seguir esperando el milagro del mejor del mundo y desconfiando del equipo. Entonces, para contrarrestar, vas a entrar a sport.es porque en Barcelona querrán que gane el equipo del mejor del mundo y hablarán bien de Argentina.
Vas a ver la final en la misma casa de Barrio Norte donde viste la semifinal para repetir la misa de trompetas y cacerolas del pulmón de manzana. Vas a confiar. Vas a mirar el partido con el bebé de tu amiga durmiendo sobre tu panza. Te lo vas a bancar. Vas a gritar un gol del jugador número 9 que no fue, fijate bien que va a estar adelantado. Vas a confiar. Vas a ver al mejor del mundo esforzarse por quitarse del todo la presión que tiene encima, va a tener arcadas, va a vomitar como si nada, como si fuera normal, en dosis de escupidas blancas aerodinámicas y prolijas para no preocupar a la montaña de presionadores. Argentina va a perder cuando falten sólo siete minutos para que termine el partido. Te lo tengo que decir. Va a ser así. Vas a seguir mirando un ratito, con dolor, a vos no te gusta ver gente llorar. Vas a apoyar todas las muestras de agradecimiento de las redes sociales, vos también vas a agradecer. Vas a querer que el rumor colectivo de detractores no presione play pero será inevitable. Parece que el fútbol es así.

viernes, 27 de junio de 2014

Podría decirle a un taxista curioso que soy repostera

Podría decirle a un taxista curioso que soy repostera. Aprendí en la escuela de Osvaldo Gross, diría si mi interlocutor tuviera curiosidad culinaria, mi sueño es viajar a Brighton para modelar flores de chocolate en una pastelería de locos que se llama Choccofantassy y parece salida de una película de Tim Burton. Eso sería delirar un poco, sí, pero pienso que si entrenara, si modelara cuarenta o cincuenta flores por día haciendo uso de las características menos apreciadas de mi signo de virgo –observación, método, detallismo-, fácilmente deformables en extremos de obsesividad, llegaría a fabricar flores perfectas. Cobraría un sueldo modesto, es verdad, le diría al taxista cuando me preguntara acerca de mis posibilidades de crecimiento económico dedicada a la producción mecánica de flores de chocolate, pero estaría rodeada de un equipo de diseñadores sensibles que, con suerte, me contagiarían un poco de su creatividad y de su estilo especial para elegir la ropa, el color de pelo y algunos accesorios. Soy de la idea de que los ambientes creativos hacen onda expansiva, penetran.

¿Mi novio, Óscar? (a esta altura de la charla y del viaje ya habría reparado en el nombre del conductor: Óscar con acento en la O). Bueno, a él lo conocería en algún curso acelerado de inglés para hablar. Sería extranjero, como yo, en lo posible de algún país menos melancólico que Argentina, menos drogón. Me cansé de los argentinos, Óscar, son demasiado tristes. Somos. La nostalgia nos va a matar. Tanto tango, tanto rock barrial, hasta la zamba me hace llorar. Tenemos recuerdos tristes en todas las canciones. En la clase de inglés, Óscar, yo me volvería repentinamente simpática y desenvuelta, mucho más que en los cursos tributarios del Consejo Profesional de Ciencias Económicas (vengo de ahí, ahora). Seríamos como un grupo de autoayuda, una ronda de desconocidos multirraciales tratando de aprender a decir lo mismo, conociendo un lenguaje. Todo eso me aflojaría la timidez, el primer día, en la primera conjugación verbal. Y así de fácil conocería a mi novio, Óscar, sin histeria, sin fobia, con naturalidad. Él no me mandaría mensajes de texto de madrugada con un “Hola” triste, falto de amor. Esa sería una historia terminada. Los sábados a la noche haríamos planes, tal vez desde la tardecita, lo normal, Óscar, lo que hacen los novios. Estabilidad emocional. Los domingos desayunaríamos en un café, yo tomaría chocolate caliente en invierno y licuado de durazno con jugo de naranja en verano, después iríamos a la playa. Fijate en google, Óscar, lo linda que es la playa de Brighton. Hay muchas gaviotas, coreografías de gaviotas. Y (esto es muy importante, Óscar) ¡yo no les tendría fobia a las aves! Podría caminar entre las palomas gordas de Trafalgar Square el día que decidiéramos visitar Londres, podría ver fotos de gallinas en Facebook sin temblar, ni hablar si en Brighton existen granjas con gallinas de verdad y me topara con alguna, no sentiría nada Óscar, no gritaría, no me paralizaría.

Sí, claro que extrañaría Óscar. ¿Cómo no? Recurriría al skype y al google talk y a toda tecnología de conversación gratuita vía cámara web. Desde mi teléfono puedo hacer todo eso en cualquier lugar del mundo donde haya wifi. Sería por un tiempo, además. Mi sueño no es irme definitivamente a Brighton, lo mío sería por un tiempo, el suficiente como para disfrutarlo mucho, hartarme de disfrutar Óscar, de aprender a fabricar flores de chocolate, tal vez pasar a diseñar tortas de casamiento, o de Halloween, convertirme en mano derecha del chef principal, quién te dice. La vida tiende a ser imprevisible en general, me canso de escuchar eso, lo de la imprevisibilidad. Imaginate Óscar vivir en una ciudad a un trencito de distancia con Londres, que está a otro tren de distancia de París, o Brusellas, o Berlín. Mi novio y yo seríamos fan de hacer viajes en tren. Algunas veces tomaríamos el ABE para llegar muy rápido y aprovechar bien el día, pero otras Óscar, preferiríamos un tren regular, de cercanías, con el único propósito de pasear en tren. Eso lo haríamos en días de clima fresco, abrigados con bufandas de lana buena (quiero decir de oveja, no sintética), camperas gruesas con capuchas con bordes de piel y botitas. Viajaríamos abrazados, yo un poco recostada en el cuerpo de él. Nada de besos, ojo, no estamos en edad de exhibiciones de amor. Miraríamos hacia afuera por el paño semifijo que hace de ventana, oliendo a café de maquinita y a olores que no sé, no sabría describirlos Óscar porque todavía no los olí.

Después de un tiempo sí, nos mudaríamos juntos, en lo posible a un departamento que eligiéramos los dos, tal vez cerca del puerto. ¿No te dije Óscar? Mi novio sería un alegre comerciante de frutos de mar. Probablemente desarrollaría algunas transacciones por fuera de la ley, es verdad, pero nunca se lamentaría por no haberlo intentado. Tendría olor a mar, a pescado, inevitable, Óscar, pero unos brazos y una espalda… Un cuerpo atlético propio de los hombres que usan la fuerza física para trabajar. Porque mi novio haría el trabajo bruto también, carga y descarga, esas cosas de puerto. Ya sé en qué estás pensando Óscar. Te veo la cara por el espejo retrovisor. Que para inventar mejor me invento un novio economista, o dueño de un restorán, o de una cadena de comida liviana, de esas que venden ensaladas y sandwiches en pan integral. No Óscar, sé que me gustaría el extranjero del puerto.

A mí me costaría la convivencia, me costaría un montón. Nunca viví con un hombre Oscar, imaginate qué difícil, pero le pondría empeño. Cada tanto haríamos reuniones de amigos. Yo invitaría a mis compañeros de la pastelería. El chef principal iría con su novio y su perro, un golden precioso. Mis compañeras de modelado irían solas, tal vez una de ellas intentaría coquetear con uno de los amigos de mi novio. Hablaríamos de eso al día siguiente, estirando chocolate sobre la mesada de mármol. Eso sí, no le daría falsas expectativas, sería justa en mis apreciaciones. Para la cena, yo cocinaría alguna argentinidad típica, el lugar común Óscar, a la distancia el lugar común está completamente justificado. Empanadas de carne con el relleno que me enseñó mi abuela cuando tenía doce años. Se me empañaría la vista cuando cocinara, cuando comenzara a sentir los olores a masa y a carne y a aceitunas y a pasas de uva. Y de postre Alfajor. Alfajor Óscar, no Rogel, Rogel es un nombre gourmet. Mi mamá y mi tía hacen el mejor Alfajor del mundo, lo aprendieron de una tía salteña. La dueña de Choccofantassy se volvería loca de amor, imaginate; le reservaría el centro humedecido con almíbar del merengue en contacto con el dulce de leche.

¿Hijos? No sé Óscar, no me atrevo a imaginarlo, me da dolor. Mi psicólogo me dice que tengo que fantasear más, visualizar el deseo, ponerlo en una imagen alcanzable. Palabras Óscar, puras palabras. Mi novio portuario y yo no hablaríamos de tener hijos, no hablaríamos mucho en realidad, seríamos más bien activos. Tendríamos sexo amoroso, pero no quiero entrar en esos temas Óscar, no nos conocemos vos y yo, no da que te cuente esas intimidades. Bueno, de los hijos no te sabría contar, yo me haría amiga de todos los niños que formaran parte de mi entorno, hijos de amigos, todo eso. Tal vez invitaría a mi sobrina a pasar unas vacaciones en Brighton, en julio, unas vacaciones de invierno con mar. Yo me pediría esos días en la pastelería para poder estar con ella. Lo pasaríamos bomba Óscar, imaginate eso, haríamos playa desde la mañana. Los días feos tomaríamos un tren a Londres y yo le cantaría la canción esa que dice “Un tren a Londres”, se la enseñaría y cantaríamos juntas todo el camino hasta Victoria Station. Después haríamos un poco de turismo en los parques; ella se pondría loca con las ardillas, le sacaría mil fotos. Recorreríamos la ciudad en el Tube; ella estudiaría el planito, memorizaría las estaciones, haría un mapa muy preciso en su mente súper atenta de nena de diez años. Con mi novio no se llevaría tan bien, le costaría un poco compartirme con él. Lo obvio Óscar, yo la entendería y desearía extender sus vacaciones para pasar más días con ella, pero el día catorce tendría que despedirme. El viaje de vuelta a Brighton sería insoportablemente triste. Lloraría mucho Óscar, a lágrima viva, como dice Oliverio Girondo en ese poema tan hermoso, Óscar, ¿lo conocés? ¿conocés a Oliverio Girondo?

No me mires así Óscar. Las fantasías no tienen que ser perfectas. No me puedo imaginar sin llorar. Acá me bajo Óscar. ¿Me das una tarjetita?

lunes, 2 de diciembre de 2013

Yo también piso el palito y hablo de Wanda

Marina Calabró habla de Wanda. Dice que hizo dos tapas de Gente al hilo y, según parece y ella afirma desde su lista imaginaria de informaciones chequeadas, ni Susana, que es la diva de las muchas tapas, de la mayor cantidad de tapas, tuvo, como Wanda, dos al hilo.

Santiago del Moro habla de Wanda. Como buen moderador, preserva su rol de conductor querido y evita dar su opinión; se limita a hacer hablar al Señor de los Rumores. Entonces repone un audio del programa de radio de Jorge Rial. Wanda dice que Mauro es un amigo de la familia, más de Maxi, menos de ella, quiere dar a entender. No es clara. Rodea las palabras. Mezcla risitas. Se pone solemne. Quiere que sepamos que está recién separada y triste. Muestra el cansancio, el esfuerzo de acarrear su vida en la primera clase de un vuelo Italia - Argentina. Trae tres hijos, mucha ropa, muchos zapatos, muchas carteras, y el cerebro hirviendo de ideas sobre cómo retomar el marketing de sí misma. Somos amigos, nos consolamos, dice Wanda, del morocho de veinte que se mandó, con los huevos atragantados de leche, y le declaró su amor al mundo en un tweet desbocado. Su amor por Wanda. Wanda. La reina del sexo oral filmado en tierras rioplatenses. La reina de crearse a sí misma, como una gran inventora, en la escalada de su Paseo Inmoral. Wanda sabe que la claridad es enemiga de la creación que hizo de sí misma. Por eso, cuando Jorge Rial, el más astuto de sus cómplices en la carrera de inventarse, decide salir de la rueda de ambigüedades y le hace la pregunta directa, Wanda suspira, maneja la expectativa de la audiencia con los segundos justos de silencio, hasta que suelta: No sé qué decirte, Jorge. Wanda no sabe qué decir de Mauro y de la declaración de amor de Mauro. Wanda le abre el coco al mundo, otra vez, para que germine el morbo. Y el morbómetro explota, alimentado por los tópicos infalibles que Wanda, otra vez, insisto, nos ofrece: traición, triángulo amoroso con el mejor amigo de Maxi, el rubio insípido que no tiene nada que hacer al lado del morocho lindo, pensamos todas cuando escuchamos a Wanda decir: No sé qué decirte, Jorge.

La Negra Vernaci pisa el palito y, también, habla de Wanda. Le apoya sus fauces al micrófono para gritar ¡Puta! Puta se llama señores, puta. La Negra se va de boca y tiene que pedir perdón, en una nota que le sacan con forceps, ese mismo día, a la salida de la radio. Sabe que se fue de mambo. Se enoja con Wanda porque la hace quedar en evidencia, porque cuando grita ¡puta! también descarga su envidia por las mujeres jóvenes, de carne firme, con una larguísima carrera de petes hechos y por hacer, e incontables millones por cobrar.

Matías Martin, también, pisa el palito y habla de Wanda. Tiene permiso porque lo suyo es el deporte y, como todos sabemos, Wanda es una botinera de ley, nacida de una foto con la camiseta del Diez, de Dios. A Wanda la parió la imagen de sus tetas adolescentes bamboleándose debajo del género sagrado. Adolescentes y vírgenes, se encargó de estampar Wanda en la tapa de una revista de chimentos primero, y en el morbo nacional después. Se recibió de botinera a los pocos años, cuando supo casarse con el primer futbolista cotizado en euros que necesitó autoafirmarse con una esposa rubia infartante de perfil alto. Y, ahora, se las ingenia para separarse con la cuota de escándalo que se merece: triangulando su culo entre dos futbolistas, amigos, muy amigos, entre sí. Entonces Matías se justifica. Dice que el triángulo amoroso, la traición, son temas universales. Se pone empático, como es él, perfecto para hablar de cada tema que le cae a la lengua. No se juega. A Matías le cuesta jugarse. Dice que no quiere emitir un juicio porque no sabe cómo reaccionaría él, si fuera protagonista de una historia similar. Habla de esto, no habla de fútbol. Pero para quedar menos expuesto, porque lo suyo es el deporte, porque la chismografía es especialidad de otros, dice que el novato de veinte años se quemó la posibilidad de jugar para Argentina en un mundial. Habla de Códigos. No entiendo cuando dice eso. ¿No estába hablando del triángulo Maxi-Wanda-Mauro?, pienso. Decido subir el volumen de la radio y prestar más atención. Parece que hay una construcción hipotética en el discurso de Matías. Matías dice que si Maxi jugara en la selección, Mauro no tendría lugar ahí. Me da risa la vuelta que necesita hacer para meter el deporte en su relato y, así, sentirse justificado para hablar, él también, de Wanda.

Yo, también, piso el palito y hablo de Wanda. Soy mujer, como la Negra. Me vuelvo más envidiosa del género femenino cuanto más años cumplo. Tengo una carrera universitaria. Muchas, muchísimas horas culo de estudiar y trabajar. Muchas, muchísimas menos horas culo de coger. Lástima. Ningún marido y ningún hijo. Wanda, siempre, me pareció fea, puta, interesada y conventillera. Miré con sorna cada una de las tapas de las revistas que nunca compro pero me ocupo, cada miércoles, de chusmearles los titulares. Devoro más libros de los que puedo asimilar. Devoro, también, más películas de las que puedo procesar. Necesito demostrarme a mí y a mi pequeño mundo que soy inteligente, sensible y más o menos culta. Disimular mis ganas de eterna juventud, mi obsesión por lo superficial. Hasta que miro las fotos de Wanda, mejorada por la plata y la buena producción de las revistas, que saben muy bien cómo embellecerla para vender muchos ejemplares, y fantaseo, ansío que me produzcan a mí, que me embellezcan, que me saquen fotos sexis, y tener mi Paseo Inmoral, y que dos hombres, amigos, muy amigos, se peleen por mí.

Luciana.

sábado, 9 de noviembre de 2013

Anastasia cumple nueve años

Anastasia cumple nueve años.
Ahora podría decir muchas cosas genéricas sobre cuánto me cambió la vida ser tía de la primera hija de mi hermana mujer. Pero no lo voy a decir. Eso ya lo dije muchas veces. Voy a decir que esa persona de nueve años es la representación más tangible de mi capacidad de amar. De amar y de brindar. Siempre me costó compartirme. Guardarme en mis lugares, a veces seguros, a veces no, es una atracción enorme. Desconectar, irme para adentro, bloquear, son algunas de las acciones que mejor describen esa parte de mí.
Hasta Anastasia. 
Podría seguir hablando de estas cosas cursis, pero me enseñaron que contar es mejor que explicar.


(0 ; 2004) La vida no se trata de objetividad

Rápido, por favor, a Corrientes y Riobamba, tengo que alcanzar una combi. Yo llevaba una bañadera rosa en una bolsa gigante de Carrefour, y todavía no había aprendido que andar a las corridas es muy perjudicial para la salud. El taxista no hizo mucho esfuerzo por apurarse, Buenos Aires y noviembre no se llevan bien con el tránsito fluido. Llegué a la parada cinco minutos tarde. Tuve que correr. Hacer señas. Demostrar agilidad. Algo que no me sale bien en general, y mucho menos con tacos de diez centímetros y un apéndice en forma de bañadera. Llegué al sanatorio con la lengua afuera, como si la hora y media de viaje, sentada y semidormida, no hubieran podido desarmar el efecto de la corrida. Mi hermana nunca se enteró de mi visita, los dolores de entuerto la mantenían fuera del mundo. Pero se sorprendió mucho, cuando, al día siguiente, una bañadera rosa descansaba en la cabecera del acompañante. Entonces me concentré en Anastasia. La vi perfecta, hermosa, la bebé más linda del universo y más allá. Las fotos de ese día (la piel roja, la carita hinchada, el pelo pegoteado), vistas con apenas algunas semanas de distancia, me harían entender que el amor deforma la percepción. Los bebés, en su primer día de vida, nunca, son tan lindos como creemos verlos. Pero la vida no se trata, no se trata en absoluto, de objetividad. Solté un llanto, primero tímido, después liberador, cuando vi a mi sobrina por primera vez. Soy llorona, sí, pero esas lágrimas fueron de verdad.


(2 ; 2006) ¿Qué es la primavera Talú?

Era domingo a la noche. Yo estaba triste. No quería volver a Buenos Aires. ¿Volvés el viernes?, preguntó mamá. No sé, le dije sin ganas. ¿A qué te vas a quedar? Venite a Lobos a disfrutar la primavera. Mi estado de ánimo no era permeable a ciclos estacionales, los únicos ciclos que conocía eran de tipo emocional. Estaba sentada en el sillón, frente al televisor, acurrucándome con Anastasia. Lo bueno de los nenes chiquitos es la manipulación física que nos permiten hacer con ellos. Los abrazamos, los matamos a besos, les hacemos cosquillas y absorbemos su calorcito. Cuando la bajé para pararme, disparó: ¿Qué es la primavera Talú? Mientras yo trataba de articular una explicación accesible para una nena de dos años, buceando en mi cerebro atolondrado de pensamientos depresivos, repitió la pregunta unas cuatro o cinco veces: ¿Qué es la primavera Talú? Bueno, la primavera es un momento del año, cuando los árboles empiezan a ponerse verdes, nacen las flores y se acerca el calor. ¿Qué es la primavera Talú? Repetí la respuesta. ¿Qué es la primavera Talú? Repetí otra vez. ¿Qué es la primavera Talú? Entonces decidí contraatacar: No sé, ¿qué es? Bueno, es un momento del año con hojas verdes, colores y pajaritos. Muy bien, la primavera es eso, le contesté. Entonces, me puse contenta.


(5 ; 2009) Yo te escucharé, con todo el silencio del planeta

¿Qué te pasa? Nada. Dale, decime, ¿qué te pasa?, ¿estás enojada conmigo? No me pasa nada, no me preguntes más, Talú. Bueno, si querés ponemos videos en la compu, la canción del violín que nos gusta tanto, ¿te parece? Sí, me parece. El video de Café Tacvba avanzaba, y yo no conseguía sacarle nada a Anastasia. ¿Querés que te cuente un cuento basado en una historia real?, se me ocurrió intentar. ¡Si!, me dijo, contenta, por primera vez en el día. Le conté que cuando yo era chiquita como ella, la vida se me había llenado de bebés. De golpe, dejé de ser la más chiquita de la casa: un hermano y dos primos en menos de dos años. Ella me miró con pena, compadeciéndome de la nena que yo había sido. Yo seguí. Me puse celosa, muy celosa, porque no me daban tanta bola como antes, lo que pasa es que los bebés no pueden hacer nada solos…, le expliqué. Ella escuchaba, con todo el silencio del planeta, y miraba mis ojos, como si fueran los últimos de este país. Sufría. Retorcía las manos. Se mordía los labios. Entonces no aguantó más y vomitó: Talú yo tengo miedo de que todos quieran al bebé más que a mí. 


(8 ; 2013) Todos sabemos que Nacho no va a ganar

Mis amigos llegaron a Lobos cerca de la una. Fuimos a la casa de mi hermana porque la mía estaba invadida por albañiles y pintores. Después de los ravioles, Anastasia quiso dibujar. Durante la sobremesa parlanchina y desordenada, escribió, ilustró y encuadernó un cuento protagonizado por un gato. Quedamos maravillados. El libro era hermoso. Todos queríamos tener la creatividad así de fresca y la capacidad de acción así de veloz. Entonces, mis amigos, pidieron hojas para dibujar. Salimos al patio. Nos sentamos en círculo, alrededor de la mesa forrada de pedacitos de mosaicos rotos. Marina le sacó punta a todos los lápices y armó una escultura con los restos. Maro, Natu, Majo y Nacho, armaron una competencia espontánea de dibujo de mariposas. Ganaba la mariposa más linda. Anastasia se autoproclamó juez. Y Yo saqué fotos. El ácido de la competencia corroía los ánimos. Cuando Maro desplegó una mariposa de perfil, que parecía, iba a salir volando de la hoja, los otros tres se desesperaron y trataron de sobornar a Anastasia con propuestas descabelladas. Ella, inmutable, oronda en su lugar de poder, caminaba en círculo alrededor de la mesa. Los genes de la abuela Inspectora y de la bisabuela Directora, corrieron, contentos, por el ADN de Anastasia. Al pasar por al lado de Nacho no se pudo controlar: Todos sabemos que Nacho no va a ganar, sentenció. Cuando se fueron, juntó los dibujos, los apiló y los guardó. Después me preguntó: ¿Vos pensás que podré volver a ver a tus amigos algún día?  Y yo, yo le dije que sí, que muchas veces, que eso, recién empezaba.

(9 ; 2013) Sólo voy a decir feliz cumpleaños mi amorcita. Lo demás se empieza a escribir hoy.

Luciana.



jueves, 7 de noviembre de 2013

Soldaditos en el borde de la chimenea

Hoy me llamó Manuel. Me dijo: ¿Te acordás cuando juntamos nuestros ahorros para comprar un Billiken que venía con el poster de Johny Tolengo? Yo no me acordaba. Me puse contenta por dos cosas: porque había sido buena con mi hermano, y porque, por suerte, mi memoria no domina todos los espacios del pasado. Saber que hice cosas buenas que no recuerdo, me da esperanza. Tengo la costumbre de dibujarme una infancia infeliz y egoísta. Me acuerdo, sí, de todas las mitades de alfajor que le comí a Anita, aprovechándome de esa cosa de hermana mayor que le hacía cederme algunos espacios. Me acuerdo, también, de los berrinches que me hacían romper las casitas de rasty que construía mi amigo Elio, solamente porque eran más lindas que las mías, y eso, esa conciencia temprana de que el otro era más talentoso que yo, me resultaba insoportable, y me brotaba la envidia, una envidia tremenda, que me llevaba a arruinar el juego. Pero con Manuel fui buena.

No me animé a preguntarle detalles del poster de Johny Tolengo. No acordarme de esa acción, juntos, me dio culpa. Entonces traté de hacer memoria: el tapado de piel sobre los hombros, el pasito, saltando, a un lado y al otro, la canción: ¡Johny Johny Johny Tolengo! ¡Johny Johny Johny Tolengo! Los domingos. Mingo y Aníbal contra los fantasmas. Esas películas mirábamos, Manuel y yo, en la cama de mamá, los domingos a la tarde. Y no parábamos de reírnos en la parte que Aníbal (o Mingo, no me acuerdo bien) se resbalaba cuando pisaba unas bolas de fraile rellenas con dulce de leche, a oscuras, en el jardín.

Como yo seguía sin acordarme del poster, siguió con la vez que cedí mi regalo del día del niño para que mamá le comprara dos bolsas de soldaditos en vez de una, y pudiera aumentar sus regimientos y armar una guerra más grande. ¿De eso tampoco te acordás?, me dijo. Entonces, de eso, sí me acordé. A mí me gustaba jugar a los soldaditos con Manuel, y, como soy compulsiva, intensa y obsesiva, cambié tener un regalo de nena por más soldaditos para él. Pasábamos muchas horas armando escenarios de guerra. El mejor era en el canasto de la leña; algunos muñequitos, incluso, iban a parar al bordecito de la chimenea, hasta que sentíamos olor a plástico quemado y los mandábamos a un cementerio imaginario, medio derretidos, medio mutilados. Creo que empecé a jugar a los soldaditos con Manuel cuando Anita se aburrió de jugar conmigo a las Barbies. Tuvo una mejor amiga para inventar otros juegos. Me sentí excluida, como me gusta sentirme la mayor parte del tiempo. La exclusión es el sentimiento que mejor me sale. La exclusión y la falta de amor; soy muy dada a dramatizar. Anita y su mejor amiga tenían un cuaderno donde escribían guiones de teatro que, algunas noches, representaba para mí en la pieza de mamá. Igual no me alcanzaba. Por eso me enojaba y me hacía la dormida, o le decía que tenía que ir al baño, cada diez minutos, con el único fin de interrumpirla. Anita también me abandonaba en los partidos de Chin-Chón, porque se aburría de mi prolijidad y de que hiciera tantos menos diez, de que quisiera ser, siempre, perfecta. Yo, en el Chin-Chón, era imbatible. Mi hermana nunca quiso ser así, perfecta, ni ganar a todo, por eso nunca le rompió las casitas de rasty a Elio.

Compramos el Billiken en el kiosco de Haroldo, insistió Manuel, no puedo creer que no te acuerdes. El kiosco de Haroldo estaba en la cuadra de casa, casi llegando a la otra esquina. Era una feria americana, antes de que estuvieran de moda las ferias americanas. Tenía de todo. Pero lo mejor eran las paletas de caramelo con gusto a pico dulce y la pared forrada de latas de galletitas, esas que venían con un ojo de buey por donde se podía ver el contenido, muchas veces triturado por el manoseo de las manos gordas de Haroldo. Las bolsas de soldaditos también eran parte del mostrador ecléctico del kiosco. Eso y la figura de Croto, el dueño del caserón de enfrente de casa, viejo, flaco y vestido siempre de gris o de negro. Croto caminaba todas las mañanas de punta a punta por la cuadra. Iba y venía. Mi abuela decía: Ya está Croto haciendo la pasadita. A la tarde se plantaba en el kiosco, creo que para rascar algo de cariño en forma de comida casera de la mujer de Haroldo, que siempre fue muy cuidadosa de la caridad cristiana. Pero cuando Croto apareció muerto en su caserón, ahogado de gas y mordido por ratones, apestando a descuido, a abandono, la gente de la cuadra sospechó de Haroldo. Sobre todo desde que se corrió el rumor de que era beneficiario, o heredero, o algo así, de los bienes maltratados de Croto. Lo único que lamenté de todo eso, fue que Manuel y yo nos quedamos sin kiosco. Es decir: sin el ritual de ir al kiosco de Haroldo a elegir paletas de caramelo, galletitas manoseadas, algún Billiken y las bolsas de soldaditos.

Vos elegías las mejores bolsas, dijo Manuel, resignado porque, aunque hiciera fuerza, mi memoria no tenía rastro del Billiken, agarrado del juego que más veces compartimos. No entiendo, hoy, esa fascinación que tuve con los soldaditos y con la guerra. Mi hermano nació en el ’81, así que Malvinas había pasado por lo menos tres o cuatro años antes de aquel día del niño. Cuando pienso en Malvinas me viene una sensación, un clima, pero no mucho más, excepto dos cosas: las pulseritas y la nota del cuaderno. Las pulseritas eran decenas de rosario que fabricamos con crucesitas de madera balsa y bolitas celestes y blancas, bien argentinas, bien nacionales. Las llevamos a la parroquia con la ilusión de que les llegaran a los soldados, junto con barras de chocolate negro y algunas otras cosas que no sabría especificar. La nota es la fotocopia que la Señorita Mercedes nos hizo pegar en la última hoja del cuaderno. Decía cosas sobre cómo reaccionar ante posibles bombardeos. Esa palabra, bombardeos, fue la única que se guardó mi memoria dramática. Una noche, un ruido de la calle me hizo pensar, y sentir, de una forma muy precisa, con un galope de latidos que parecían salírseme del cuerpo, que un avión inglés estaba tirando bombas sobre Lobos. Pero mi abuela, sentada al lado mío, subió el volumen de Grandes Valores del Tango y la voz de Guillermito Fernández tapó cualquier posible ruido, y yo cambié mi drama por los ojos cristalinos de Guillermito.

Hace poco leí Los Pichiciegos. Entonces tomé contacto con otra forma de soldados y con otra forma de guerra. La forma que Fogwill decidió fabricar. ¿Habrán existido los pichis? No sé. No me alcanza la curiosidad para investigar, ni siquiera para googlear, si en Malvinas pasó algo parecido a lo que escribió Fogwill, según él mismo dijo, en una sola noche. Seguro que sí, pero no tengo ganas de confirmarlo. No me gusta contaminar las historias con datos de la realidad, siento que se deslucen. Me basta con poder pensar en la posibilidad de que hayan existido esos soldados que aguantaban la guerra adentro de un pozo. Las películas que vi acerca de muchas guerras, incluso otros libros que leí, acerca, tal vez, de las mismas guerras, no me sirvieron para dimensionar el fenómeno más allá de palabras demasiado abstractas, como, por ejemplo, atrocidad, degradación, y así. Los pichis la pasaban mal, y se degradaban, y vivían situaciones bastante atroces, pero también bastante concretas. El despliegue de detalles en esas voces que se vuelven tan familiares, me hizo sentir muy cerca de ellos mientras leía, aunque no estuvieran haciendo la guerra como yo suponía que los soldados hacían la guerra, ni tirando bombas, aunque fueran unos tremendos desertores, desertores y transas. Yo, si tuviera que estar en esa situación de guerra, sin dudarlo, elegiría meterme adentro del pozo a aguantar, a dejar que pase, a observar. 

Comprábamos soldaditos nuevos para reponer los que quemábamos en la chimenea, no era muy bueno nuestro negocio, se rió mi hermano antes de cortar. Yo también me reí. Después pensé en esos soldaditos, achicharrados en el borde de la chimenea, muertos de asfixia por una calefacción mal oxigenada, igual que Croto, igual que los pichis de Fogwill.


Luciana.